La primera vez que fui al hostal de la Pili tenía 19 años. Llevaba algo más de un mes saliendo con una chica mayor que yo con un carisma y un sentido del humor que primero te cortaba la respiración y luego te hacía explotar de una carcajada. Ella me presentó a la Pili, una prostituta que en ese momento vivía gracias a la venta de droga, cinturones, camisetas, y cosas que supuse que robaba. Sus clientes éramos los que íbamos a pillar.
—Llévate esto también que es mu bonito —nos decía después de pesar la droga.
La primera vez que entré en su habitación —que era donde nos vendía— había una chica tumbada y puesta hasta las cejas, supongo que de heroína. La Pili le dio un meneo.
—Despierta, hostia.
Pero ella no se despertó. Supe que estaba viva porque hizo un ruido gutural.
Aquella experiencia me fascinó. Como solo puede fascinar la miseria a un privilegiado. Desde la distancia del que sabe que esa no es la vida que le ha tocado vivir. Que tiene un lugar limpio en el que seguir mirándose al ombligo mientras se pone tibio de ginebra y cocaína.
Ese día me estrené en compañía de mi novia, pero no tardé ni una semana en volver yo solo. Quería más de eso.
—¿Ya has vuelto? —me dijo la Pili sabiendo lo que se decía. Yo era uno de ellos solo que con buenos modales y ropa cara. Y la Pili aprovecharía la ocasión para venderme todos y cada uno de sus complementos. Siempre me ha costado decir que no.
La cocaína fue mi droga preferida. Me hacía sentir intelectualmente brillante. Me sentaba a hablar con cualquiera y nada me pegaba más fuerte que oírme a mí mismo. Ya no logré beber nunca más sin consumirla. Adopté la costumbre de salir a cenar marisco porque era la forma de decirme a mí mismo (y a cualquiera a quien quisiera convencer) que una celebración sin rayas de postre era como un cumpleaños sin velas.
—Las rayas se llevan largas —decía mi novia mientras preparaba la farla con la tarjeta de crédito.
Nos poníamos morados. Y luego hablábamos y hablábamos.
Descubrí el lado oscuro de la sustancia la primera vez que experimenté el bajón, lo que viene a ser el síndrome de abstinencia que aparece cuando se te pasa el efecto y te has quedado sin droga. Así que opté por adquirir el hábito más eficaz: cuando llegaba ese momento, compraba más coca.
La Pili se me hizo insuficiente rápidamente y, mientras yo escalaba en el mundo de la droga, mis contactos también lo hacían. Recuerdo una vez que los camellos habituales no me cogían el teléfono y tiré de una familia en el barrio de Gràcia, en Barcelona.
—Vengo a por el cd —dije cuando contestó la mujer al interfono.
Eran las tres de la madrugada, lo sé porque mi novia estaba durmiendo y, como yo no quería que supiera que iba a pillar, cogí la correa de mi perra y en voz baja le dije: “Cariño, la perra está inquiera, voy a bajarla a ver si tiene pis”.
—No quiero que vuelvas —me dijo la mujer mientras me dejaba entrar en su casa. Habían metido a su marido en el talego y ella estaba quitándose del medio. Sus dos hijas estaban sentadas alrededor de la mesa de la cocina haciendo un dibujo. Un vistazo me bastó para intuir que no tenían más de 4 años.
No lo he olvidado. Ni lo haré, me temo.
—Si vuelves, no abriré —me dijo al darme la droga.
Mi perra se mantuvo a mi lado y volvimos andando a casa. Durante el paseo, valoré varias veces entrar en un cajero a meterme el gramo, tenía miedo de que mi novia me pillara en el salón. Sin embargo, sabía que si me lo metía todo, llegaría a casa y querría más.
Al llegar, me senté en el sofá, cogí la carátura de un cd y eché el gramo. Ver esa montaña ahí, tan pequeña, me generó una angustia enorme. Era demasiado pequeña. Se me iba a acabar muy pronto.
La cocaína te quita el sueño, por eso mucha gente toma benzos para poder dormir y así aliviar la angustia del mono. Yo no tenía ningún ansiolítico a mano, pero sí una caja de hipnóticos que le había recetado el veterinario a mi perra.
Cuando se me acabó la coca, no lo dudé un segundo: me tomé varias pastillas.
—
Este es un capítulo de mi vida. La memoria de un yonki recuperado.
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Un abrazo,
Oihan
PD: Cuando hablamos de camellos siempre imaginamos a hombres, pero en mi vida como adicto conocí a muchas más mujeres. La mayoría vendía la droga para sacar adelante a sus hijos mientras sus maridos cumplían condena.
Un abrazo. Gracias por tu testimonio, por contar cómo se vive, la realidad.
Extraordinario. Qué tristeza.
Hay un lado morboso en leerlo, lamentablemente creo que hay gente que lo buscará por eso